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viernes, 14 de mayo de 2010

LA GRACIA DE NUESTRA FE




“En cambio, si uno guarda su palabra, el auténtico amor de Dios está en él. Y vean cómo conoceremos que estamos en él: si alguien dice: «Yo permanezco en él», debe portarse como él se portó.” (1 Juan (BLA) 2:5-6)


Con la llegada del Espíritu Santo nació la iglesia. Desde aquel entonces, y hasta ahora, los hombres elegidos por esta inspiradora fuerza se han dado a la tarea de mantener viva una tradición inalterable por más de 20 siglos.

Es cierto que a lo largo de la historia existen capítulos oscuros que han ido en detrimento de la iglesia, sencillamente porque algunos hombres se equivocaron y siguen errando en su manera de pensar o actuar como resultado final de la flaqueza del hombre, y no una por cuestión divina. Allí hay una gran diferencia.

Esos errores humanos, que están recopilados en los anales históricos, deben buscarlos quienes gusten realizar sus propias investigaciones. Al revisar la historia, y corroborar los hallazgos de distintos investigadores, teólogos etc, es fácil apreciar como algunos textos tienden a manipular los acontecimientos en contra del catolicismo, por lo cual conviene ahondar en la búsqueda de la historia auténtica cuando se tiene el interés. De esta manera el lector encontrará respuestas claras a una verdad que no admite dudas.

Si bien la historia no acepta engaños, la transmisión oral de la misma sí. Por eso se deben consultar los textos de referencia cuando asaltan los interrogantes. Nunca dude en preguntarle a un sacerdote o a un laico bien preparado si tiene dudas al respecto su iglesia. Siéntase orgulloso de la riqueza cultural de la misma y esté seguro que siempre hay una respuesta clara y transparente para resolver la inquietud.

Después que la Iglesia se divide a mediados del siglo XV, por intereses humanos, insisto, los cristianos se dividieron como resultado de las limitaciones del prácticamente, y no por razones que debilitaran lo que el Espíritu seguía guardando.
Esas “verdades” creadas por el hombre, que fraccionaron el cuerpo de Cristo en su momento, siguen manteniéndose vigentes en nuestros días. Es allí donde el católico activo, ese que está comprometido con vivir el cristianismo a plenitud, respetando la Buena Nueva, acuñando siempre la Iglesia en todos los frentes, debe prepararse para rebatir con altura las acusaciones que frecuentemente se nos lanzan, para así romper las limitaciones conceptuales que nos abrigan.

Mientras el protestante lee frecuentemente las Escrituras, y cree entenderlas apropiadamente para salir a buscar nuevas “almas”, el católico no ha podido asumir esta práctica como una regla de oro para mantenerse en comunión con Dios. Leer la Biblia y El Nuevo Testamento adecuadamente, con una guía correcta, no es exclusividad de los protestantes, es un deber de los cristianos. Por eso los católicos debemos reforzarnos en esto.

No nos puede doler o darnos pena, de ninguna manera, defender nuestra fe y nuestra iglesia. De eso debemos cuidarnos porque ahora vienen los jóvenes, y como sucede en todo cambio generacional, somos nosotros los encargados de fundamentarlos con criterios claros y ajustados a nuestro catecismo. No podemos olvidar que los muchachos, por la misma premura de sus vidas, no son críticos incisivos a la hora de buscar la verdad.

Por eso debemos tener mucho cuidado cómo los educamos, especialmente en un mundo donde la tecnología apura y atropella a quienes no la han podido incluir en su trajín diario. Sin embargo, los chicos se mueven como “pez en el agua dentro de ella” y se “educan” por esta vía. ¿Confiaría usted en el televisor como alternativa evangelizadora para sus hijos? Piénselo dos veces si llegó a contemplar esta posibilidad.

Ser católico requiere un compromiso serio con la verdad y con la tradición de la Iglesia. No se puede ser cristiano contradiciendo las enseñanzas del Señor. Él vino y nos mostró el camino para llegar al Padre. Luego, después de recoger y eliminar nuestras culpas, partió a la casa de Dios dejándonos el Espíritu de amor que hoy, más que nunca, defiende y mantiene viva la llama de nuestra fe. Que la devoción a la Santísima Trinidad sea un motivo mayúsculo para mostrar con verdadero amor la Gracia de nuestra Santa Madre Iglesia.

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