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viernes, 26 de marzo de 2010

BUSQUEMOS LA LUZ DE CRISTO



Transcurre la última semana de Cuaresma. A este punto, para ser claros, la invitación hecha por la Santa Madre Iglesia para que reflexionemos y hagamos un cambio sincero en nuestras vidas tiene que empezar a ser evidente, a dar frutos. Sin embargo, quizás para una gran parte del pueblo católico la cercanía de la Semana Santa es la perfecta oportunidad para descansar, para alejarse del bullicio y de la rutina diaria, pero muy pocos esperan combinar los acosos del mundo con la paz espiritual que brinda la compañía de Jesús y toda la celebración que implica la semana Mayor. Tal vez hasta se hayan olvidado del verdadero propósito de esta temporada. Duele reconocerlo, pero es la verdad.

La dureza de nuestro corazón y la frialdad con la que vivimos nuestra relación con Dios es un asunto que no solo preocupa sino que entristece. Esta semana, debemos reflexionar sobre una de las declaraciones de amor más hermosas en la historia de la humanidad. Un sacrificio que Dios hace por sus criaturas para que se sacudan de la oscuridad que los envuelve y se arropen con la luz de la vida que solamente puede encontrarse en Cristo Jesús. El Padre entrega a Su Hijo amado como faro de luz que guía y recompone; que limpia y resucita. Esta acción, incomprendida por muchos, la iglesia la revive cada año para que los fieles no solo se acerquen a orar y meditar repetida e infructuosamente, sino para que vivan con el alma la grandeza del sacrificio. Un sacrificio que, recogiendo todas las bajezas que nos consumen, elimina cualquier pecado y nos ofrece un sendero que nos permite regresar al Padre.

Es absurdo pensar que con ir a Misa y rezar el Santo Rosario todo los días hemos logrado o vamos a procurar nuestra salvación. Orar es importante, pero la clave está en meditar y entender que de nada valen las palabras sino hay una acción, aunque sea una, que nos comprometa. Es curioso como nos saludamos y abrazamos en la iglesia cada domingo, pero tan pronto termina la celebración a duras penas nos atrevemos a cruzar miradas, a regalar una sonrisa. Son esas miradas, las mismas que repitieron los israelitas en el desierto al dirigir sus ojos a la serpiente elevada para salvar sus vidas, las que debemos encumbrar hacia el Hijo del Hombre como el mismo Jesús nos lo recuerda.

Mirar a Cristo y quererlo es aceptar al prójimo y respetarlo evitando resaltar sus defectos mientras se enaltecen las cualidades. Ser sencillos, sinceros, afectuosos, humildes y amables son pequeños ingredientes que se deben irradiar en cada comunidad cristiana. Querer hacer el bien, sin mirar a quien (como reza en el refrán), es una bonita consigna para invitar a que Jesús entre en nuestras vidas.

Hace una semana se establecía la importancia de preparar nuestro cuerpo para que en él habite el Hijo de Dios, como un templo sagrado e íntimo de unión. De esa misma manera esta semana subrayamos la importancia de elevar la mirada hacia Cristo con absoluta fe. No podemos continuar afirmando que somos cristianos, que creemos en Dios y en la gracia de Su Espíritu, y en cada acción que realizamos lo negamos una y otra vez. La hora de corregir o recomponer se acerca y es para eso que nos preparamos en Cuaresma. Debemos celebrar un cambio que sea evidente y permanente, así como nuestras vidas cambiaron con el sacrificio de amor en la cruz.

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