Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. (Mat 28:19)
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miércoles, 16 de febrero de 2011
UNA EXPERIENCIA QUE TODO CATOLICO DEBE VIVIR
Retiro 144 de Juan XXIII (Webster Florida)
La pregunta era sencilla y unánime entre los concurrentes ¿Qué hacemos aquí? Todos nos cuestionábamos cuál era el motivo por el que aceptamos este “invento”. La sensación era extraña y algo compleja de explicar, pues el escenario parecía un corral lleno de hombres frustrados, sin guía y sin líder, que con el transcurrir de las horas fueron cambiando porque todo se fue haciendo más fácil, más digerible, más soportable hasta tornarse encantador, inolvidable, espectacular. En el instante en que el tiempo dejó de ser una preocupación y los celulares se callaron, el ambiente cambió. Allí no había espacio para el agite y la angustia diaria de no saber qué hacer con el tiempo y la sociedad en la que nos movemos.
De pronto, sin saberlo, el espíritu del Señor empezó a actuar. Poco a poco aquel espacio comenzó a tornarse cálido, sincero, lleno de amigos. Todo lo que parecía una agresión a la inteligencia, un chiste flojo o una historia mal contada al inicio de la aventura, empezó a llenarse de un matiz distinto. Pasó la primera noche y en la segunda se confirmó que Dios es grande. No lo digo yo, lo dijeron todos los que vivieron la experiencia. No puede ser una locura, porque tanto loco junto sería imposible de manejar. Por eso, en la medida que los minutos transcurrían, que las horas se consumían, se descubría la magia, el encanto, la belleza y el poder de la oración.
Ver el proceso de transformación es un evento indescriptible. No hay palabras que puedan definir el fenómeno, porque el poder de Dios no tiene límites y es imposible resumir o encontrar las palabras exactas para detallar el momento, porque a Dios se le vive, se le siente.
En la jornada de clausura, después de celebrar la Santa Misa, llegó un momento clave, fundamental diría. En ese instante el Espíritu Santo de nuevo se hizo presente, permitiendo que un puñado de hombres que no creían, encontraran el valor para pedir perdón, para expresar el amor represado que habían tenido y que no habían sabido manifestar a sus seres queridos, porque siempre se movieron en la obscuridad, en las tinieblas, en las trampas de la tentación sin un escudo de protección. En ese último instante, quienes no creían, sintieron el valor de encarar su realidad. En esta edición 144 del movimiento Juan XXIII, hubo hombres, con H mayúscula, que decidieron seguir viviendo al lado del Señor. Cuatro peticiones de matrimonio hubo para salir de la clandestinidad sacramental y aceptar el compromiso de fe con nuestra iglesia.
Formé parte de esta historia.
Allí, sentado en la mesa dos, silla uno, vi como Dios obra en todos nosotros, especialmente cuando a Sus oídos llega el clamor, el ruego, la petición de unos padres, esposas, hijos y hermanos afligidos por la angustia y el desconsuelo. Ese ruego constante e incesante es el que logra consumar la apertura total de unos corazones que llegaron alterados en su material. Eran de piedra y poco a poco se fueron debilitando en su dureza, para terminar siendo de carne. Una carne fresca, sana, reparada por la gracia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Al final las puertas se abrieron y Él entró, se posó allí y ahora trabaja con amor por esos hijos pródigos que regresan a casa…! Qué banquete hay hoy en el cielo!
Asistí porque todo lo que huele a Dios me encanta; porque todo lo que me acerque a Cristo me ilusiona y porque es el Espíritu quien me domina desde hace tiempo, no tanto como hubiera querido, pues por mucho tiempo anduve errado en mi ruta sin encontrar ese faro de luz que me guiara en este mundo, rumbo a la santidad.
Sin embargo, al final, tuve que aceptar, con humildad, que no asistí por voluntad propia sino porque Dios así lo quiso. Me di cuenta que la oración es la única herramienta válida para derrotar las adversidades y comprendí que no hay un “arma” más poderosa que la de un Rosario hecho con amor. Fui parte porque sentía que debía pedirle perdón a Dios porque le he fallado, y porque necesitaba orar por un hijo a quien extraño todos los días desde que partió a buscar su destino.
Agradezco a mi padrino Rubén; a Luis Ríos, Edgardo Mercado y todos los catequistas que nos asistieron durante el retiro. A Jorge Garcia y Ángel Lara de quienes aprendí un montón. A José, Severiano, Cesar, Alfredo. Moisés, Fredy y Christian (ellos saben quienes son), porque verlos crecer aumentó mi fe. Gracia también a todas las personas que oraron por nosotros, pues sin su ayuda es difícil soportar tanto remezón junto.
Por eso invito a todos los católicos del mundo para que no desistan en su intención de “pelar” por la paz y el bienestar del mundo. Porque cese la violencia, el odio y la intolerancia. Oremos, como Jesús lo hizo en el monte de los Olivos, en el monte Tabor, en Sus momentos de soledad.
Fue Dios quien nos dejó ese utensilio de fe para que Su gracia divina perdure entre nosotros. Por eso, después de ver con hechos todo lo que se rinde ante Su poder y misericordia, los invito a que hoy pidan lo que necesitan, pero pidan con fe y en abundancia, porque Jesús está más vivo que nunca. Amén.
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Entiendo perfectamente lo que sientes luego de participar en ese retiro, porque, aunque hace mucho tiempo que participé en dos en mi país y no precisamente Juan XXIII, pude experimentar lo mismo que ahora tú no puedes explicar. Tengo que admitir que es verdad, es una experiencia INEXPLICABLE y tan profunda que no hay palabras humanas que puedan describirla. Y más bello aún es ver de cerca, sin que nadie nos lo cuente, la transformación de personas que no creían, incluso se burlaban; personas que fueron por compromiso, quizás obligadas a asistir, o por la razón que fuese, claro, muy distinta a ir simplemente movidos por la fe y la devoción. Y ver cómo en el cierre, los que aún se resistían, rendirse al poder del Espíritu Santo de Nuestro Señor. Es una experiencia de gozo indescriptible en la que no puedes hacer otra cosa más que permitirle que, literalmente y por así decirlo, estalle.
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