
(Por: Jairo A. Castrillón)
“El Evangelio manifiesta cómo Dios nos hace justos, es decir, nos reforma por medio de la fe y para la vida de fe, como dice la Escritura: El que es justo por la fe vivirá”. (Romanos (BLA) 1:17)
La evangelización es, por encima de todo, un principio de vida. No importa cuánto nos adentremos en el inmenso contenido histórico y moral de la Buena Nueva entregada por Jesús al mundo entero, lo más importante está en imitar Sus pasos y mantenernos inalterables en nuestra fe.
Después de la partida del Hijo a la casa del Padre, quedó en la tierra un grupo de hombres que se dio a la tarea voluntaria de propagar las enseñanzas de Cristo por todos los rincones del mundo, como un polvorín en alta combustión. Los apóstoles, quienes vivieron de cerca con el Señor Sus milagros, fueron los pilares sobre los cuales el cristianismo no solo crece, sino que se fundamenta. Sin embargo, pese a su incansable labor, la historia nos presenta a un hombre que por su origen, cultura y principios morales reafirma el poder de Jesús en nosotros cuando sometemos, sin ningún temor, nuestro corazón y entendimiento a Él. Todo un modelo para imitar.
San Pablo, quien inicialmente se llamaba Saulo y cuya herencia judía le facilitó una alta educación, un trabajo importante, el dominio de varias lenguas y una capacidad intelectual admirable, no solo fue un perseguidor incansable de los cristianos, sino un detractor acérrimo del cristianismo durante el primer siglo de nuestra era. La historia nos cuenta que en un viaje a Damasco, donde proponía seguir la persecución en este territorio, Jesús se le manifiesta directamente. En este encuentro el Verbo de Dios le hace, antes de instruirle, una sencilla pregunta “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?” (Hch 22:7).
Antes de completar su ruta, y de ser informado sobre su nuevo cometido, Pablo se retira al desierto durante un tiempo en el cual la oración es su mejor aliada. Ahora bien, de ahí en adelante su labor evangelizadora sería inagotable; su compromiso con Dios no tendría reparos y, pese a las múltiples dificultades, incluyendo las crueles persecuciones de la época, de las que él mismo fue promotor, se convertiría en un bastión fundamental no solo en la conversión de los judíos y gentiles (paganos), sino en pilar de la organización de nuestra Iglesia y la nueva fe, que por aquel entonces era observada como una secta hereje para el Judaísmo.
Mas allá de renovar un pedazo de la historia que ya está escrito, y que se puede encontrar en las enciclopedias, o simplemente leyendo las “Cartas Paulinas”, como se conocieron los manuscritos del decapitado apóstol, lo fundamental es resaltar el compromiso de un hombre que no tuvo la suerte de conocer a Jesús, a pesar de ser contemporáneo, pero que oyó hablar de Su propuesta de vida. Cuando Jesús se cruza en su camino, Pablo no duda por un instante lo que vio sino que se prepara espiritualmente y luego se compromete con toda su fe y energía a cumplir con el llamado.
Recordemos que estábamos hablando de un hombre con un estilo de vida cómodo, culto y bien fundamentado en su antigua fe. Sin embargo, ni el dinero, ni el trabajo, ni mucho menos una posición social, lo hacen dudar de lo que tendría que hacer como promotor del Evangelio de Jesús. Por eso, a pesar de no conocerlo directamente, renunció a sus cimientos judaicos para darle paso a Cristo como Hijo único del Dios verdadero. Por eso en sus obras no se menciona la palabra conversión. Pablo entendió que la relación con el Dios de sus antepasados quedaba fundamentada en una nueva alianza por medio de Jesús, el Mesías prometido.
La forma cómo vivió Pablo de ahí en adelante es toda una aventura no sólo física sino espiritualmente. Fue tal su apego a la verdad, que se constituyó en una de las figuras más relevantes de la Iglesia ayudando a superar, incluso, los problemas doctrinales en los que históricamente fue entrando la misma cuando Jesús marca el inicio de la salvación (se atribuyen a este mensajero de Dios más de la mitad de los libros del Nuevo Testamento).
Si bien la historia de nuestra Iglesia está marcada por capítulos hermosos y renovadores gracias a otros protagonistas, lo sucedido con Pablo debe ser rescatado porque atendió el llamado sin vacilar. San Esteban, que por aquel entonces fue víctima de la persecución del mismísimo Saulo y convertido en el primer mártir del cristianismo, era uno de los emisarios de la Buena Nueva como tantos otros cristianos comprometidos después de la partida de Jesús.
Por eso vale la pena atrapar estos relatos históricos y el contexto de los mismos, para que reflexionemos sobre la grandeza y el poder de Dios. ¿Cuántos de ustedes están dispuestos hoy, con la perspectiva social del momento, ha renunciar a los bienes materiales que poseen por cumplir con un llamado del Señor? ¿Quién sabe cuántos tal vez estén siendo invitados por la gracia del Espíritu Santo y se resisten? ¿Cuántas veces ha hecho un alto en el camino para meditar sobre su vida corrigiendo en ella aquellas cosas que lastiman? ¿Quién se ha doblado recientemente ante al Señor para solicitar Su ayuda o guía? ¿Cuánto talento hay reprimido porque no queremos asumir un compromiso serio y constante con nuestra Iglesia? ¿Por qué, a pesar de ser cristianos, seguimos persiguiendo a Jesús yendo en contra de sus postulados?.
No puedo terminar resaltando que, al comienzo de nuestra historia, los cristianos marcaron una notable diferencia con respecto a las demás religiones de la época por la efectiva demostración de amor, respeto y solidaridad entre ellos y quien lo pudiera necesitar. Fue este amor el que impresionó a quienes se desbordaban en los caminos de la lujuria y el paganismo del momento, logrando un crecimiento acelerado. Por eso debemos seguir luchando incansablemente a que la evangelización se convierta en lo que es: un modelo de vida para llegar al Reino del Dios a través de las enseñanzas de Su Hijo y por la fuerza que nos otorga el Espíritu Santo después de ser bautizados.
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