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sábado, 3 de abril de 2010

EL SENOR HA RESUCITADO. ¿Y USTED?




(Por: Jairo A. Castrillon)

Todo sucedió en la noche de la Última Cena. Fue en esa noche especial, noche en la que se funda el sacerdocio de nuestra fe, cuando Jesús deja ver dos atributos de Su Divinidad: La Verdad y la Vida. Fueron palabras muy sencillas de un profundo contenido que ni siquiera los hombres que seguían al Cordero de Dios podían entender con claridad.

Cómo entender que quien nos guía, nos muestra el camino de la vida eterna, de la verdad de las cosas, de la existencia, se aparte, se retire. Cómo entender que Dios, fuente inagotable de amor nos deje, se retire a un lugar que solo Él conoce.

Esta situación de impotencia, de incertidumbre que abrigó a los pupilos del Señor es de alguna manera la realidad que envuelve al hombre moderno, al hombre que se mueve en ese entorno agreste y viciado de ideas y conceptos errados y opuestos al espíritu y su desarrollo.

Tomás, quien era un seguidor fiel, incondicional de Jesús, dudó. Pero no dudó porque no le quisiera o confiara en Su palabra, sino porque aun no entendía el verdadero significado de Su presencia. Después de haberse encarnado, de haberse mostrado con la cara del Padre, en cumplimiento de la promesa de vida, es muy difícil aceptar que Dios, quien todo lo puede, se haya visto reducido al dolor, al sufrimiento y a la angustia para recoger el peso de nuestras culpas y pecados para llevarlos al estrado del perdón.

¿Adónde fue Jesús? ¿Cuál es el camino para llegar a Él, al Padre?
La respuesta a estas inquietudes nace en el corazón. Nace allí porque a Jesús no se le piensa o se le analiza. Al Hijo de Dios se le siente en el alma, se prende en el interior de cada hombre. Avivarlo, dejarlo actuar, sentir Su fuerza, Su bálsamo vivificante es esa Verdad de la que nos habló. Por allí, por los límites del alma y la razón, se siente el principio de la eternidad, de un reino celestial, de un hogar de amor, ese mismo que Él fue a preparar para recibir a todos sus hermanos. Para que el Padre se deleite con sus hijos nacidos a la luz.

La Vida, por otro lado, se hace día a día, viviendo en comunión con Su palabra, Sus obras y Sus mandatos. Jesús no vino a deslumbrarnos, a mostrar Su Poder y Su Gloria. Vino a rescatar la humildad, la dedicación, la constancia, el respeto, el amor, la lealtad. Vino a confirmar que son estos atributos los que marcan la diferencia en cada hombre. Por eso no solo lo predicó, sino que lo ejecutó para evidenciar lo que es transitar por el camino que lleva al Padre.

Un mundo limpio, sin rencor, sin odios, sin mentiras sería perfecto para quienes estamos cansados de convivir abrigados por las fallas que nacen de nuestras libres y respetadas decisiones. Por eso Jesús es Vida y la Iglesia invita a que sean los católicos quienes den muestras fervorosas de respeto por la propuesta del Hijo de Dios. Somos nosotros los llamados a defender no sólo la fe, sino a cumplirla como Iglesia viva y activa.

Al igual que Tomás, no es un pecado dudar, no entender lo que el Señor quiere para nosotros. El verdadero equívoco está en no buscar esa Verdad con nombre propio y no aceptar Su palabra como principio eterno de Vida en la perfección del reino del Padre.

Hay que dar de sí mismo lo mejor que quisiera recibir. El prójimo es un hermano en Cristo que necesita de nuestro apoyo a cada instante. Fue tan fácil la propuesta planteada, pero ha sido tan difícil hacerla realidad. Si de verdad creemos en Jesús paremos de una vez los repetidos errores que tantas veces cometemos.

Si ya entendimos cual es el camino de la Verdad y la Vida eterna, entonces caminémoslo con confianza, sin dudar, acompañados del Espíritu Santo. Ya verán que al final, cuando creamos que todo terminó, estaremos llegando a la casa del Dios. Allí hay una habitación esperando por usted. Que triste es creer lo contrario cuando el Señor hoy ha resucitado por nosotros.

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