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viernes, 16 de abril de 2010

“El que no me ama no hace caso de mi palabra” (Juan 14:24)




Aunque los detractores del cristianismo quieran lastimar sus fundamentos con postulados sin bases, como sacados de una aventura literaria barata y sin estilo, llena de ficción y situaciones manejadas al antojo del autor, la gran verdad, la única que nos debe motivar, es ese mensaje lleno de vida y optimismo que Jesús nos hace cuando promete a sus discípulos que el Espíritu Santo estará entre ellos después de su partida, como una fuerza viva que los mantendrá atados a Él y a nuestro Padre Celestial.

Sin embargo, por muy bella que sea la promesa, la cual quedó abierta para todos los hermanos en Cristo, es claro que para aspirar a vivir en la Gloria del Señor se necesita un compromiso de vida sincero y ajustado a las enseñanzas explicadas y aplicadas por el Hijo en el nombre del Padre. No se puede pretender llevar un camino extraviado, comulgando con el pecado, sin respeto ni temor a Dios, y al final esperar que Jesús nos premie entregándonos la llama viva que muestra la verdad.

El mismo Jesús, antes de partir, le aseguró a los apóstoles que serían ellos los encargados de recibir esa gran herencia por su apego y respeto a los mandatos del Dios. “El que no me ama no hace caso de mi palabra” (Juan 14:24), lo manifestó Jesús de manera clara y sencilla. Por eso, porque la afirmación no amerita reparos ni grandes estudios teológicos, debemos preguntarnos ¿dónde estamos nosotros para aspirar a vivir la Gracia del espíritu de Dios?

La respuesta a este interrogante es íntima, pero tiene que ser sincera. El Espíritu Santo no puede morar en un corazón lastimado por la amargura y el rencor. No puede prender fuego de esperanza sí el terreno no está abonado con abundante caridad, junto a un amor y respeto desmedidos. Cosas que, como ya lo hemos mencionado antes, en otros artículos tal vez, harían de nuestro entorno algo tan sencillo, pero a la vez tan placentero.

El punto real de nuestra discusión, es este caso especial, se debe plantear de una manera sencilla: cada vez que nos preparamos para vivir la Semana Mayor, esperamos con anhelo que en esos 40 días previos exista una reflexión profunda y sincera en todas las personas que están viviendo una transformación real. Después, cuando el Señor resucita venciendo a la muerte, y de paso nos enseña que llegó para cumplir las promesas del Padre, el terreno abonado y dispuesto que hemos estado preparando previamente debe estar fértil para que la fuerza del Espíritu amarre nuestra fe de una buena vez.

De esta manera, y ya con un cambio evidente dentro de nuestro ambiente, sea familiar o social, nuestros propósitos deben evidenciar que la Gracia del Señor todo lo puede. Son muchas las personas que día a día se comprometen con cambiar su estilo de vida y se abrigan con la palabra de Dios, como único vehículo que nos lleva a vivir con plenitud la esperanza de compartir por siempre la morada que desde el comienzo ha estado dispuesta para todos y cada uno de nosotros.

Si dejamos que la alegría y la esperanza desaparezcan dentro de nosotros, será muy complicado aspirar entender lo grande que es afrontar el transcurrir del tiempo sin temor, sencillamente porque con el Señor todo se puede. Que el espíritu de Dios more en todos aquellos seres que permiten que Su palabra alimente nuestro diario transcurrir. No puede existir nada más importante que la fe y nuestro amor en quien todo lo dio por nosotros. Amén.

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